Acompañar el cambio de paradigma

Luciana Pellegrino

viernes, 5 de noviembre de 2021  |   

La crítica feminista ha evidenciado la conexión que existe entre el espacio, el género y las relaciones de poder. Los lugares que habitamos no son neutros; el espacio opera como un contenedor que crea, da forma y mantiene relaciones de poder. Las diferencias de género que existen en la sociedad se ven reforzadas por la domesticidad, donde la arquitectura ha jugado un papel fundamental en la construcción social del género. En los inicios del sistema capitalista comienza a darse una especialización de los espacios según las actividades que se desarrollaban en ellos. Se establece un dualismo público-privado que configura el espacio, segregándolo según estas dos esferas, asociando el ámbito público con lo productivo y el ámbito privado con lo reproductivo. La casa ha sido utilizada como lugar de perpetuación de la división sexual del trabajo, asignando a las mujeres la responsabilidad de realizar cotidianamente una serie de tareas domésticas dentro de un ámbito privado, necesarias para que el trabajo productivo fuera de la casa pueda desarrollarse. En esta división entre público y privado, como si solo lo público pudiera ser fuente de derechos de ciudadanía, en muchos casos se ocultan los abusos de poder patriarcal que tienen lugar «puertas para adentro», quedando despolitizados, cuando el feminismo nos ha enseñado que lo personal sí es político.


Foto: Mariana Giusti. Habitáculo, Municipio de Escobar, Provincia de Buenos Aires.
Obra de Mariana Giusti, Gabriel La Valle, Pablo La Valle.

La concepción vigente de la vivienda ha sido creada según la imagen idealizada de familia «tipo» (una familia heterosexual, nuclear y tradicional) que relega a la mujer en el interior, confundiendo intimidad, interior y familia. La mayoría de los proyectos de vivienda repite este esquema de forma acrítica; en su articulación y distribución espacial continúan reproduciendo patrones que responden a estructuras jerárquicas y rígidas de la familia nuclear patriarcal. Estas configuraciones desencadenan usos jerárquicos, tales como dormitorios con mucha diferencia dimensional, espacios de cocina o lavadero invisibles para los habitantes pasivos, baños restringidos a una parte de los habitantes, ámbitos de trabajo doméstico dimensionados para una sola persona, etc. Esto también se ve reflejado en la nula consideración de las necesidades de personas mayores, de niñas y niños y del trabajo doméstico y de cuidado, que continúa estando, en su mayoría, en manos de las mujeres. Superar la dicotomía entre producción y reproducción es vital desde el pensamiento feminista, ya que supone cuestionar una clasificación de la vida social, androcéntrica, legitimada y naturalizada, que al invisibilizar el trabajo doméstico de las mujeres, alejado de los parámetros del mercado, las ha privado de derechos, prestigio, autonomía y calidad de vida.

La producción de viviendas imperante, tanto en el mercado como en operatorias públicas de vivienda, asumen la homogeneidad de necesidades de los habitantes, considerándolos sujetos abstractos, sin tener en cuenta sus particularidades (diversos grupos de convivencia, género, edad, etc.) en cuanto a la manera de usar y significar el espacio. La racionalización de los espacios, propia de la vivienda tradicional, promueve que las tareas reproductivas se lleven a cabo dentro del hogar y por una sola persona, muchas veces de forma invisible. A su vez, las viviendas son pensadas para núcleos de convivencia cada vez más pequeños y compactos, que se relacionan directamente con el resto de la ciudad. Se salta prácticamente de la habitación a una gran avenida y se polariza lo privado y lo público, donde, en el primer caso, las personas se relacionan con su entorno más próximo y, en el segundo, con desconocidos. La entrada, la calle, o el barrio han dejado de ser espacios de encuentro o interacción. La vivienda colectiva, en vez de pensarse únicamente como un «apilamiento de unidades» que hace más rentable el uso de suelo, podría explotar las relaciones de proximidad entre habitantes para fomentar lazos comunitarios y propiciar la inclusión de espacios intermedios y equipamientos comunitarios que sirvan como nexo con el entorno barrial.

Entonces caben ciertas preguntas: ¿cómo la vivienda puede articular la perspectiva de género en su diseño y sus posibles modos de habitar? ¿Cómo se puede diseñar una vivienda que no reproduzca roles de género? Aquí quiero remarcar que para incorporar la perspectiva de género en el diseño de nuestros espacios cotidianos no existen recetas; pensar desde una perspectiva de género implica un posicionamiento y una manera de entender las relaciones y el mundo. Desde el feminismo se plantea que es necesario poner los cuidados en el centro de la vida y desde la Arquitectura podemos acompañar diseñando espacios que, en vez de restringir, posibiliten distintas dinámicas, usos y apropiaciones espaciales y promuevan otro tipo de relaciones de proximidad y cuidado. 

Es posible enunciar algunas estrategias que nos permitirán romper con ciertas estructuras tradicionales de la vivienda. Se pueden diseñar hogares flexibles y no jerárquicos que a su vez resitúen los cuidados. El espacio podría permitir la socialización de estas prácticas invisibilizadas e históricamente feminizadas, como el cuidado de menores y de personas dependientes, la alimentación, la salud o la limpieza. Se pueden desjerarquizar las dimensiones de las habitaciones para no reproducir o reflejar en el espacio jerarquías sociales predeterminadas, a la vez que se podría garantizar la visibilidad de todos los ámbitos donde se llevan a cabo tareas domésticas, permitiendo la participación en estas tareas de todas las personas usuarias de la vivienda. Explorar la flexibilidad de una vivienda implica poner a prueba como ésta se adapta a diferentes grupos de convivencia y su capacidad de ser modificada de acuerdo a la variabilidad del grupo y a los cambios de las personas a lo largo de su ciclo vital. 

También se podrían desarrollar tipos de proyectos que permitan que las personas incidan en las decisiones de su propia vivienda o incorporar instancias participativas de los/as habitantes, para lograr resultados más adaptables a sus necesidades y estilo de vida. La implicación de los/as usuarios/as es una de las mayores singularidades y potencialidades, ya que es la gran incógnita en la mayoría de proyectos de vivienda colectiva, y se convierte en una oportunidad para integrar la participación activa de los/as habitantes en diferentes fases del proceso: diseño, construcción, uso, gestión, transformación y mantenimiento. Los proyectos cooperativos pueden resultar un marco de experimentación en la producción de vivienda colectiva, que permite superar algunas de las limitaciones existentes en las promociones tradicionales. Se puede poner en práctica una Arquitectura apta para la colectivización de tareas reproductivas, o lo que en el contexto nórdico se denominada «infraestructuras para la vida cotidiana» y se pueden diseñar espacios comunes y de encuentro, trabajando las transiciones y gradientes espaciales para articular las distintas instancias de colectivización y privacidad. Se trata entonces de repensar el espacio para que no esté determinado por «roles» establecidos en función del género, sino por opciones individuales y estrategias colectivas. 

De todas formas, los cambios en los papeles de quien sostiene la vida no se dan únicamente por una configuración espacial diferente, sino que deben ir acompañados de un trabajo consciente del grupo y sus individuos. Los hábitos de colectivizar algunos elementos de la vida cotidiana pueden ser reforzados por una Arquitectura adecuada que contenga espacios para la interacción. Otra concepción de la vivienda colectiva podría permitir el desarrollo de espacios de relación entre lo individual, el núcleo de convivencia, la comunidad y la sociedad, y la conformación de esas «otras» formas de habitar dependerán tanto de lo que quieran sus habitantes como de lo que posibilite el espacio. 

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