La indelegable presencia del Estado

Antonio Elio Brailovsky

martes, 31 de marzo de 2020  |   

Ambiente, patrimonio y sustentabilidad


Cualquier persona que haya experimentado la desilusión de conocer Venecia tendrá los elementos necesarios para reflexionar sobre la crisis ambiental del patrimonio: una joya medieval que se inunda con el acqua alta entre sesenta y cien veces al año. El ascenso del nivel del mar por el cambio climático, las grandes mareas que ingresan por los canales abiertos para los enormes cruceros y para los petroleros que van al polo petroquímico de Marghera, el agua contaminada que corroe todo lo que toca, el carísimo sistema de exclusas de protección que nadie sabe si funcionará alguna vez, y el despoblamiento causado por los costos crecientes de mantener la capital de un imperio que ya no existe. ¿Cuánto resistirán los mármoles de mil años y los cimientos de roble de los palacios?

Hace mucho tiempo que Venecia no es una ciudad viva sino una escenografía para un turismo cada vez más masivo y depredatorio. Pero la pregunta no es cómo salvar Venecia sino cómo atender la crisis del patrimonio, de la cual Venecia es el emergente más visible. Hay una enorme cantidad de bienes patrimoniales amenazados de destrucción física por el cambio climático y de pérdida de su significación por presión de una industria turística que busca generar copias de Disney para un público cada vez peor informado sobre el sentido del patrimonio. 

El cambio climático amenaza todas las ciudades que alguna vez los mercaderes construyeron junto a puertos naturales para asegurarse la circulación de sus productos. Florencia volverá a sufrir inundaciones catastróficas como la de 1966, que se llevó las puertas de bronce del Baptisterio, comparadas con las del Paraíso. Los cambios en la dinámica del agua subterránea acelerarán la erosión de los suelos que soportan precariamente el campanario inclinado de la Catedral de Pisa. 

La Lista del Patrimonio Mundial incluye en la actualidad un total de 1.073 sitios (832 culturales, 206 naturales y 35 mixtos) en 167 Estados Partes. ¿Podemos cuidar ese patrimonio? Y si no pudiéramos hacerlo, ¿qué podemos esperar del patrimonio menos significativo desde el punto de vista mundial, pero muy relevante a escala local?

Los gobiernos mantienen la ilusión de que el auge del turismo les permitirá financiar la preservación de su patrimonio natural y cultural. Pero son cuestiones que requieren de planes de gestión, que no podrán ser resueltos mágicamente por el mercado.

Una combinación de irresponsabilidad inmobiliaria (quitar los médanos para construir lo más cerca posible del mar) y de cambio climático (patrones de tormentas atlánticas más intensas) está dejando sin arena las playas bonaerenses, con políticas públicas escasas y tardías. En esas mismas ciudades, los delfines que quedan atrapados en las redes de pesca no se liberan sino que terminan alimentando los cerdos que terminarán en los restaurantes para turistas.

Transformación de un jaguar en un tigre de Bengala. Artesanías guaraníes. Foto: Claudio Bertonatti. En: Revista Vida Silvestre, N°98La presión de la globalización también afecta la expresión de las culturas locales. Los artesanos representaban tradicionalmente su fauna. Pero hoy el artesano está más cerca del mercado que de la naturaleza de su región. Los guaraníes de Misiones tallan pequeños jaguares de madera, a los que agregan las rayas características de los tigres de Bengala. Los wichis de Salta venden artesanías con pingüinos y ballenas a los turistas internacionales que han comprado un combo que incluye Península Valdés y Quebrada de Humahuaca. Y los huicholes de Nayarit, México, no solo representan a sus ciervos sagrados, sino que también venden tallas policromadas de elefantes y automóviles.

Podríamos seguir indefinidamente, pero no es necesario. Para que el patrimonio sea sustentable no sólo hay que preservar objetos materiales, sino, muy especialmente, su significado cultural.

La sustentabilidad se encuentra particularmente afectada por diversos procesos característicos de nuestro tiempo:

  • Una economía internacional pensada no solo para el corto plazo, sino para plazos cada vez más breves. Pero el patrimonio no puede pensarse en términos de una gestión, y ni siquiera en términos de una generación. El aplicar los tiempos del sistema financiero a aquello que tiene tiempos diferentes solo puede afectar su sostenibilidad.

  • La exigencia de que el patrimonio sea rentable. El economista liberal Milton Friedman recomendó evaluar los parques nacionales por lo que el público (es decir, el mercado) estuviera dispuesto a pagar como entrada. Pero las prioridades del mercado, condicionadas por la publicidad, no tienen por qué coincidir con las de la sociedad. ¿Cuánta gente pagaría por ver un banco de semillas, las partituras de Juan Pedro Esnaola o los manuscritos de Roberto Arlt? ¿No es importante conservarlos aunque no sean rentables? Por el contrario, el haber librado al mercado el Parque Nacional Nahuel Huapi significó la pérdida de la mayor parte de sus espacios de conservación. Es rentable, pero ha dejado de ser patrimonio, más allá de cómo se lo denomine.

  • El patrimonio es frágil y la multiplicación de riesgos requiere multiplicar los cuidados. Los budas de Bamiyan y los edificios principales de Palmira, destruidos por el fundamentalismo islámico; los sitios culturales de Irak amenazados por Donald Trump; las grabaciones magnéticas de las últimas décadas del siglo XX, que se perderán por el deterioro físico de su soporte; las restauraciones irresponsables, como la que incendió Notre-Dame de París, son algunos de los ejemplos más conocidos.
    Agreguemos amenazas ambientales: las cariátides del Erecteion que perdieron los rostros por la contaminación atmosférica de Atenas; o la pérdida del museo del artista venezolano Armando Reverón, arrasado por el deslave de Vargas, en lo que fue el primer impacto del cambio climático sobre el patrimonio.

Todo esto significa que asegurar la sustentabilidad del patrimonio es un rol indelegable del Estado. Se requiere, por supuesto, financiamiento. Pero también se requiere un nivel diferente de compromiso social. Gran parte de nuestro patrimonio ha sido pensado como elitista: grandes palacios o teatros de ópera que intimidan a las personas comunes, obras de arte que les resultan incomprensibles, ecosistemas que no parecen atractivos porque nadie les ayudó a interpretarlos.

La sustentabilidad del patrimonio pasa por abrirlo a las personas comunes, por integrarlo al sistema educativo, por transformar lo elitista en algo cotidiano para muchas más personas. Si patrimonio es identidad, debe serlo para todos.